Cuando trabajas por cuenta propia, la palabra vacaciones es algo extraña. Por un lado, tienes la libertad –en teoría– de tomarlas cuando quieras. No necesitas cuadrarlo con tu empresa ni notificarlo con tres meses de anticipación, sino tan solo decir “hey, me voy” y listo, lo que debería ser un sueño para muchos. Sin embargo, ese es solo un lado de la ecuación.
La parte no tan divertida es que estar de vacaciones se siente como algo antinatural y no sabes muy bien cómo afrontarlo. Al menos eso es lo que me sucede.
Después de catorce meses trabajando de forma continua, decidí que era hora de una pausa. Tenía, además, un montón de asuntos por resolver e ideas a las que quería darles forma y necesitaba un poco de tiempo libre para poder hacerlo, así que el fin de año sonaba como el momento perfecto. Vacaciones, Navidad, Año Nuevo, Reyes y a empezar enero como se debe. El problema es que la costumbre del trabajo es tal, que cuando no tengo me siento desubicada.
Eso de ser “tu propio jefe” suena bonito en papel, pero en la práctica puede ser un auténtico desastre, como es mi caso. Me cuesta muchísimo poner mis propios horarios y límites, por lo que un momento de trabajo para mí puede ser un lunes por la mañana, viernes en la noche o domingo al mediodía. Nunca son bloques corridos y bien definidos que me permitan familiarizarme con el descanso, sino pequeños intervalos de trabajo que alterno con cada tontería posible.
Diligencias, el celular, una serie, tareas de la casa, un libro. Es concentrarme treinta minutos y hacer algo más durante sesenta.
Así todo el día, todos los días, dilatando las cosas de forma tal que mi horario laboral y personal son uno solo. Y a pesar de que en los últimos meses he hecho un esfuerzo titánico por desconectarme completamente, al menos un día del fin de semana, y lo he logrado, los demás días siguen siendo un desastre.
Como no podía ser de otra forma, escribí una lista de tareas con todo lo que debía hacer tras este periodo de descanso. Terminar dos cursos, escribir mucho para el blog, planificar las entradas del primer trimestre de 2023 y un larguísimo etcétera. Sin embargo, la sensación de que me faltaba una obligación nunca se iba, por lo que yo nunca terminaba de sentirme plena y meterme en el papel vacacional.
Ahora estoy en el último fin de semana antes de volver a trabajar, y aunque he tachado un montón de pendientes de mi lista, sigo con la sensación de que no he hecho nada, de que no es suficiente o de que pude dar más.
No lo digo por ponerme medallas en el pecho como la más exigente consigo misma ni mucho menos, sino porque genuinamente lo siento, lo que me hace creer que es pura mala costumbre. La vida freelance lleva a esas cosas y me huele a que el síndrome de la impostora nunca se va.
No hay mucho que hacer, así que aquí voy yo, a plantarle cara a un nuevo año y un nuevo periodo laboral, con todo y mis vibras de “en qué carajos se me fue todo este tiempo”.
Bienvenido 2023 (?).